La semana pasada realicé mi última misión como estudiante de Bellas Artes: la solicitud del título y el vaciado de la taquilla.
Lo del título fue una mera cuestión burocrática, pero la taquilla... La taquilla fue un acto solemne, porque esa taquilla ha compartido todos estos años conmigo.
Para empezar no es una taquilla normal, es una taquilla de las grandes, de las que todos quieren y pocos consiguen, una taquilla por la que en primero de carrera fui a poner ojitos tristes a los conserjes para que me la concedieran porque "fíjese usted que tengo que venir todos los días desde San Sebastián en un autobús a las seis de la mañana y no puedo estar cargando con todo el material a diario, hágase cargo señor conserje, mire que galletas tan ricas le traigo...". Y me la dieron.
Y yo la cuidé, y le puse un espejo que nos sobró de unos ejercicios de Dibujo y Sistemas de Representación, y le traje una percha para que se quedara con mi abrigo desde las 8 de la mañana hasta las 6 de la tarde, y le puse un lazo en las rendijas de la puerta para reconocerla porque siempre se me olvidaba el número.
Y la decoré con fotos de mis amigas de la uni, para tenerlas siempre presentes aunque ellas terminaran antes.
Esa taquilla era muy especial, y por eso tenía que quedarse en la familia. Así que el pasado miércoles llamé a mi prima Maite, que está haciendo Bellas Artes también, le di en herencia todas las mierdas útiles que quedaban en la taquilla y fuimos a pedir permiso para que la dejaran quedarse con mi ella ahora que se iba a quedar libre. Y nos lo dieron.
Querida Maite disfruta de la taquilla y su estupenda localización (a medio camino del cuadrado, el economato, el txoko de pintura y los baños del fondo).
Y querida taquilla, disfruta de mi prima Maite.