¿Recordáis cuál era vuestra asignatura más odiada en el colegio? Yo sí, y si habéis leído un par de entradas y comprobado lo torpe que soy no debería sorprenderos mi respuesta, la GIMNASIA. Todo comenzó cuando gimnasia dejó de ser esa clase en la que jugábamos con el aro o echábamos partidas de brilé y nos presentaron a mis grandes enemigos para los siguientes 4 años: los aparatos y algún que otro ejercicio mortal.
En 1º de ESO nuestra profesora de gimnasia era Karlota. Karlota, que también nos daba euskera y seguro que algo más (teníamos profesores polifacéticos), Karlota, siempre inolvidable con su raya de ojos verde o azul, sus mallas psicodélicas, sus camisetas euskaldunas y sus pelos con un cardado digno de una rockstar de los 80, ay...Karlota. Pues bien, nada más comenzar el curso Karlota nos dio unas tarjetas y nos comentó que durante los siguientes años al principio y al final del curso íbamos a realizar una serie de pruebas cuyos resultados debíamos apuntar en ellas para poder comprobar al final nuestra mejoría. Entre las pruebas había cosas factibles, tales como el lanzamiento de pelota medicinal, salto, flexiones y abdominales en un minuto...y luego estaba el test de Cooper. El test de Cooper consiste en recorrer una distancia X en 12 minutos, el mínimo que teníamos que realizar en metros no lo recuerdo, pero sé que eran 16 vueltas a la terraza. Aquello era la muerte. Debido a la cantidad de alumnos que éramos y que la profesora no podía contarnos a todos, nos dividía en dos turnos y un compañero del otro turno debía contar tus vueltas. Teniendo en cuenta que por cada vuelta que daba corriendo daba después 2 andando, era imposible que llegara al mínimo, pero gracias a dios no era la única, así que era habitual oir conversaciones como esta:
- Cof, cof...¿Cuántas...he... dado...?
-12.
-¿Cuál era el...cof...mínimo?
-16.
-Pues apúntame 17, que a principio de curso ya pusimos 16 y así parece que he mejorado.
Pero no os creáis la cosa mejoraba al volver al gimnasio. A pesar de nuestros engaños a la profesora le quedaba patente que tenía a unos cuantos negados en clase, por lo que nos separó para algunas actividades en dos grupos: la gente normal y los TAN TAN. A los TAN TAN nos ponían el potro pequeño, que prácticamente podías pasar por encima sin saltar, pero en el que nosotros nos bloqueábamos al llegar y terminábamos sentados encima y con culo dolorido, mientras que los demás saltaban cual gacelas un potro enorme con el tope de una pata sujetado al más puro estilo McGiver gracias a un destornillador (increíble pero cierto).
El nombre de nuestro grupo venía de nuestros intentos fallidos de hacer el pino. Mientras los demás hacían el pino contra la pared, en el aire o incluso el pino-puente sin despeinarse, nosotros estábamos con las manos en el suelo, el culo en pompa, pataleando para intentar elevarnos lo más mínimo y la profesora marcando a base de palmadas y diciendo "¡TAN, TAN!¡TAN, TAN!" el ritmo en el que teníamos que hacer aterrizar los pies. Me siento orgullosa de decir que unos cuantos de mi cuadrilla, formada casi exclusivamente por gente que fue a mi mismo colegio, era miembro del grupo TAN TAN, incluso Jon, tan bueno en todos los deportes, saltos, y demás aparatos se quedó atascado con los tontitos que no sabíamos levantar el culo por encima de nuestras cabezas.
Cada X tiempo solemos comentar aquellas clases de gimnasia: el super-tramp, ese trampolín con más muelles que espacio sobre el que saltar en el que temías no atinar y meter el pie entre ellos, la colchoneta quitamiedos, esa colchoneta gorda verde con la que supuestamente no debías tener miedo a caer pero que era tan dura que provocaba el efecto contrario, las colchonetas azules normales que debían tener moho de estar apiladas en una esquina y sobre las que todos se tumbaban sudados sin pasar después un trapo, el plinton, en el que un compañero se dio tanto impulso una vez para saltarlo que desmontó los cajones y termino dentro de uno de ellos a un par de metros, o las espalderas, en las que nos hacían hacer competiciones de quién podía aguantar más rato colgado de la última barra y que siempre ganaba el mismo, del que sospechábamos que debía ser medio mono porque parecía no afectarle en absoluto el descoyuntamiento de hombros y agarrotamiento de manos que sufríamos los demás.
Aún recuerdo nuestras lágrimas de felicidad cuando la profesora nos dijo que en 1º de Bachiller no habría aparatos y nos limitaríamos a hacer deportes de equipo. Creo que ha sido única vez por la que me he alegrado por jugar al fútbol.